«El sari», Cristina Alguacil

wedding-19436_640  Las calles de Mysore (India) presentaban el mismo aspecto de siempre: abarrotada de gente. Niños enfermos, mendigos, comerciantes, borrachos, policías y algún que otro turista.

   Los coches, el constante regateo, los gritos de la gente, formaban parte del bullicio propio de la ciudad. Era una zona no muy lujosa llena de colores y con edificios simples; no más de un par de ventanas verdes y puertas de madera. Sin embargo, estaba en bastantes mejores condiciones que la zona de las parias; con techos de plástico (si es que había) y paredes improvisadas con telas, tablones de madera o cualquier material suficientemente servible. Además de la limpieza incomparable.

   Satnam atravesaba el mercado, camino del trabajo, por mucho que deseara estudiar en la escuela. Iba absorto contemplando, y a la vez, inmerso en los olores, casi saboreándolos. La sensación le oprimió el pecho. Ante él, había un puesto pequeño, en el cual, un hombre de mediana edad vendía dosas, idlis y cocos.

   Satnam no pudo evitar detener su caminata ante el intenso olor de los frutos y tortas.

    El comerciante, sintiendo compasión, le ofreció un idli, asegurándole que el coco (fruto que habría sido más amable regalar al estar casi en la festividad de Holi) no estaba en buenas condiciones. Satnam le dio las gracias efusivamente y con una sonrisa y una deliciosa torta en la mano, se dirigió comiendo a la esquina de la calle donde se producía el encentro con Veena. Casi no notaba como la grasa del idli se le metía entre las heridas de los dedos. Casi.

    Él había guardado un poco de idli y le ofreció el resto a Veena. Ella se mostró agradecida y caminaron juntos de camino a la fábrica. Hablaban de cosas sin importancia, y ella reía constantemente. Veena era hermosa, tenía el cuerpo esbelto y caminaba con gracilidad. Tenía el pelo negro y los ojos de un marrón oscuro profundo. Era ingeniosa y divertida. Pero bajo aquella felicidad que sólo era momentánea podía verse el sufrimiento que Satnam había visto desde el primer día.

     Tras doblar unas cuantas calles, ya se encontraban a medio camino de la fábrica de seda. Se hallaban en una calle de clase media y para cruzarla se pasaba por un Mc Donald’s. Los puestos eran menos numerosos y había niños mendigando, y eso no era propio de esa zona. Solía pasar con huérfanos que venían a Mysore. No conocían en qué sitios era apropiado intentar conseguir alguna rupia, o lo que Satnam sabía que era peor, no conocían el peligro de ciertas autoridades.

    Un policía de la entrada del lugar fue con paso directo y decidido sin vacilar ni un instante, hacia esos niños. Satnam quiso gritarles para avisarles, pero no quería entrar en problemas, así que no dijo nada y se limitó a resignarse. El policía le atizó uno, dos, tres golpes en el costado al niño más pequeño con pobre vestimenta (aunque no mucho mejor que Satnam o Veena). El pequeño tenía los ojos muy abiertos y suplicaba piedad. El policía volvió a darle patadas de forma repetitiva y enérgica en la pierna. El niño comenzó a sangrar y quedó tendido en el suelo, mientras el policía volvió a la entrada indemne. Los otros niños, que se habían mantenido apartados y habían tenido la suerte de no recibir un golpe, cogieron al chico y desaparecieron.

    No habría sido difícil encontrarle por el rastro que iba dejando. Como resultado, había dejado una marea roja que amenazaba en marear a cualquiera que no estuviese acostumbrado a ella, y a Veena y a Satnam les era bastante familiar, pero no es algo humano a lo que acostumbrarse y menos a los doce años.

    A partir de aquel encuentro la conversación perdió toda lucidez y permanecieron callados. Tras cruzar Bata-Bata apenas se encontraban a 100m de la fábrica de seda.

    Satnam miró a sus manos a modo de avisarlas de que el trabajo iba a comenzar. Éstas estaban  llenas de quemaduras y blancas, desentonando con el color de su piel. Al igual que en los pies, algunas heridas volverían a abrirse, y otras nuevas aparecerían.

    Entraron en el recinto. Allí, la arena, era mucho más seca y dañaba más los pies desnudos de ambos. Apenas habían entrado y ya estaban empezando a sudar. Sin embargo, ese día recibían las diez rupias, y aunque no eran mucho, daban mejor sabor de boca y así Satnam sabía que ayudaba a su madre. Además desde hace nos meses, aparte de las doce horas diarias, él había estado trabajando otras cinco para poder ganar otras tres rupias y un sari. No era de seda, pero estaba hecho de algodón con un tinto rojo intenso y quería conseguirlo para su madre.

    Veena y Satnam trabajaban en la misma parte de la fábrica (eran devanadores). Avanzaron hacia la parte trasera y comenzaron a trabajar. Como todos los días, primero Satnam metió sus manos en un cuenco enorme de agua hirviendo, sintiendo cada una de las heridas de las manos. Después palpó los capullos de seda, que se encontraban en otro cuenco apreciando si los hilos de seda se habían reblandecido lo suficiente para ser devanados. Veena imitaba el proceso.

    El calor y el polvo aumentaban y empezaba a notarse sus efectos.

    Veena parecía reacia a la tarea e iba demasiado lenta. Satnam temía que se diesen cuenta y la golpearan. Aunque pasaba a menudo, no era agradable de ver y ella parecía muy débil y delicada. Uno de los miembros que les mantenían trabajando sin perder el ritmo, se percató de Veena. La empujó y ella cayó al suelo. Había palidecido y era presa del miedo. Satnam intentaba mantener los ojos en la ardua tarea, aunque su atención estaba en su amiga. El hombre le agarró del hombro y la condujo a dónde Satnam temía. Él, ya sabía lo que iba a pasar.

    Veena gritaba y él le dio una bofetada. Tras la segunda, el labio comenzó a sangrarle. Ella ofrecía resistencia sin gritar, sabiendo que así no se ganaría más que una bofetada. El hombre comenzó a desnudarla y la condujo a una de las habitaciones oscuras, húmedas y sin ventilación en las que se hospedaban algunos empleados privilegiados.

    Desde que Veena había cesado de gritar, Satnam estaba asustado, y los demás niños le mostraron lo mejor que pudieron, su comprensión y compasión. Él había visto muchas cosas y sabía  de lo que eran capaces por un trabajo mal realizado. O lento. O por placer.

   Anochecía y la jornada transcurría y la tos empezaba a insinuarse de manera exponencial.

    Los cortes en las manos y el dolor eran tan excesivos que ya ni las sentía. Satnam estaba preocupado por Veena, pero también de él mismo; no podía bajar el ritmo, no podía perder el trabajo y mucho menos recibir una paliza en sus condiciones.

    Quedaban unas dos horas para finalizar y Veena no había aparecido. Quizá no vuelva nunca. Satnam comenzó a llorar en silencio. Aunque nunca hablaban de la intimidad, era lo más cercano a una amiga que tenía, con quien compartía tantos momentos…

     De pronto Harjinder, el jefe superior de la empresa, apareció de repente con sus tradicionales aires de superioridad y mando, y tras echar un vistazo a los niños, con el orgullo pintado en la cara, se fue.

    Veena surgió de la nada y se colocó al lado de Satnam, rígida. Él la observaba de reojo. El labio se le había hinchado y tenía el pómulo de un color grisáceo. Su camisa se había roto por la zona del dorso y ella la sujetaba con fuerza. Parecía consternada, aterrada.

    Trabajaron en silencio, con el ambiente tenso, que amenazaba con ahogarles, hasta que finalmente acabaron y recogieron sus correspondientes rupias, y aparte Satnam el sari y sus otras tres rupias.

Durante el camino hacia sus casas, él intentó hablar, consolar de alguna manera a Veena, pero sabía que esas cosas eran realidades y ocurrían, y él no podía ayudarla y menos evitar que no volviera a ocurrir.

friendship-63743_640    Satnam le dio la mano y caminaron juntos, con los dedos entrelazados entre ya no tantas personas, hasta la esquina donde se separaban. Satnam le dio el sari, aun habiendo estado trabajando tanto para su madre, con la esperanza de alegrarla un poco. Él se despidió con un simple adiós y ella con más silencio, y una débil sonrisa anunciándose por la boca.

    Satnam camina con pies que ya no sabe si son suyos, pensando en si Brahma, el poderoso creador, no se habrá equivocado al crear personas así en el mundo.

   Saludó a su madre, un poco triste por no tener su sari; cenaron, rezaron y ofrecieron hojas de Betel a los dioses. Después, se acostó en su incómoda cama; soñando en ir un día a la escuela con Veena, tener una buena casa, agua, comida… aunque la experiencia le ha enseñado a no tener esperanzas que jamás se cumplirán.

Cristina Alguacil (4º ESO; 2012)

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